Mis pensamientos...

Thursday, July 09, 2009

Te echaré tanto de menos que aunque busque una palabra no habrá nada que me cure de verdad

Recuerdo cuando volvía los viernes a casa de Zaragoza, y me abrías la puerta y me abrazabas y te abrazaba como si hiciera meses que no nos veíamos. Y nos sentábamos en la cocina a contarnos la semana mientras comíamos pistachos, como hacíamos años atrás cuando volvíamos de la granja después de la larga jornada de trabajo.
Recuerdo los domingos por la tarde, en los que la partida de ping-pong era obligatoria, aunque irremediablemente acabaras discutiendo con la mama porque venías cansado de trabajar. Nos poníamos las zapatillas de deporte, limpiábamos la mesa y yo corría a coger las paletas y unas cuantas pelotas, porque con tanto "mate" muchos días acabábamos partiendo alguna que otra. Siempre intentabas hacerme trampas, y cuando no conseguías que te las pasara te hacías el enfadado y amenazabas con no jugar más, así que igualmente acababa dejándolo estar. Cuando terminábamos de jugar, no sin un último intento con aquella incansable frase de "el que gane la última gana todo", entrábamos sudando a la cocina y, cuando ganabas, le contabas emocionado a la mama el marcador final y todas las trampas que me habías hecho pensando que no me daba cuenta, aunque en el fondo sí lo hacía.
Recuerdo cuando nos levantábamos a las 5 de la mañana a preparar el coche para emprender las vacaciones anuales. Te levantabas tan contento que acabábamos todos olvidando el sueño, aunque al final siempre terminabas refunfuñando y diciendo que no podíamos llevar tantas maletas, que no cabían en el coche. Pero al final siempre cabían. Salíamos rumbo a nuestro destino por el norte y yo me dormía en el regazo de mi hermana. Y justo cuando estaba profundamente dormida, parábamos a almorzar en aquellas zonas de descanso con mesas y bancos de piedra. Sacabas la nevera con los refrescos y los bocadillos y nos sentábamos a comer con la fresca de la mañana. Nunca me dejabas quedarme durmiendo en el coche porque las vacaciones eran para estar los cuatro juntos todo el tiempo. En cuanto llegábamos al pueblo donde nos fuéramos a alojar, lo primero que había que hacer era ir a la oficina de turismo, a informarnos sobre los alredodores, y luego nos sentábamos en el apartamento a planear la semana. La mama y yo nos empeñábamos en guardar algún día para quedarnos en el pueblo y bajar a la playa, porque por algo aquello eran vacaciones. Aceptabas a regañadientes, y nos concedías alguna que otra mañana o tarde, nunca el día entero para descansar. Y es por ti por lo que he visto tantos sitios tan bonitos. Éramos malísimos echando fotos, pero los paisajes siempre eran preciosos.
Recuerdo el último día que te vi bien. Llegué al pueblo y estabas en el tejado tapando una gotera de la cochera. Sonreías orgulloso enseñándome cómo estaban quedando las obras en el corral. No te podías creer que después de cinco goteros de quimio y veinticinco sesiones de radio estuvieras allí, poniendo el techo del cuarto bajo. Y cuando te abrazaba escuchaba cómo murmurabas de alegría por el simple hecho de seguir junto a nosotras.
Recuerdo los últimos días en el hospital, en los que te preguntaba si querías salir a pasear con el andador, y te besaba en la calva, siempre reluciente de tanta crema que te daba la mama para que no se te resecara la piel.

Y cuando me llamó la mama y me dijo que todo había terminado, no supe ni llorar. Me temblaba todo el cuerpo y aun sabiendo que no podía ser, bajé del coche pensando que entraría en la habitación y allí estarías tú saludándome con tu enorme mano, como todos los días. Pero en lugar de ello te encontré inmóvil en aquella cama. Y aún hoy me parece todo un mal sueño. Te veía en aquella caja de madera y no reaccionaba. Ví a toda esa gente en el velatorio hablando de lo bueno que eras y no reaccioné. Veo a mi madre llorando y no reacciono. Y aún hoy después de dos semanas sigo sin reaccionar. Aunque te tengo todo el día en la cabeza, me siento como un embalse de agua con las compuertas a punto de rebentar. Pero no rebientan, y ahora soy un enorme tormo de hielo que ni siente ni padece, y no lo entiendo. Hablo de ti como si hiciera años que no estuvieras, pienso en ti y lo único que me permito sentir es agradecimiento por haberte tenido estos veintitrés años para mí. No entiendo cómo no siento rabia, ni desesperación. Y sé que la sentiré, y por eso ahora lo único que puedo tener es miedo. Miedo a darme cuenta de lo que ha pasado, a tomar conciencia de que no te volveré a ver. Y cuando asuma lo que ha sucedido no sé lo que haré, te juro que no sé lo que haré. Durante un segundo cuando vi a la mama en el pasillo del hospital y le pregunté qué íbamos a hacer sin ti, sentí que a partir de entonces no podría ni atarme los zapatos. Y lo único que me queda es esperar a que pase el tiempo y tome conciencia de todo, y por fin reaccione, porque no puedo casi ni llorar, a pesar de que es el único momento en el que me siento tranquila, el único momento en el que me siento fiel a todo lo que te quiero. Tengo miedo a que ese dolor que todavía no me he atrevido a sentir se me quede enquistado dentro y no pueda sacarlo. Pero esperaré, porque tarde o temprano tengo que rebentar, sé que rebentaré y volveré a sentirme humana, y volveré a sentir que fuiste y siempre serás parte de mí.