Algo que escribí en una de aquellas tardes de verano aburrida detrás de la caja del supermercado de El Corte Inglés de Sagasta.
"Surcando las envestidas de su último pero no por ello menos subrrealista sueño, se despertó envuelta en sudor. Quedaban cinco minutos para que sonara el despertador. Todavía quería disfrutar un poco más de aquella cómoda tranquilidad salpicada por el continuo dolor de espalda que arrastraba desde hacía tiempo. Buscó con su mejilla derecha un trozo todavía frío de almohada pero con el calor generado en la habitación tras una noche cerrada a cal y canto, no lo halló. Por fin, decidió levantarse y hacer frente a otro día más. Tenía el consuelo de que aún le quedaban cuatro horas para pasar disfrutando única y exclusivamente de su propia compañía, amén del televisor, casi permanentemente encendido gracias a una mala costumbre adquirida durante los dos años que vivió con aquellas chicas que no sabía siquiera ya si recordarían su nombre. Se calzó una camiseta vieja y se sentó frente al televisor a fumarse un cigarrillo. Entre calada y calada tomaba agua a sorbos, tal y como le había recomendado la vidente a la que había visitado hacía unas semanas alegando que tendía a retener líquidos. Quizás por eso dejar de tomar la píldora anticonceptiva le había ayudado a perder peso.
Aquella mañana no le tocaba lavarse el pelo así que la ducha se redujo a cinco minutos de refrescante humedad. Tardó poco tiempo en decidir qué se ponía, su armario no era demasiado amplio. Tomó la lista de la compra que su madre le había confeccionado con los productos que un supermercado de pueblo no puede garantizar, y bajó al Mercadona de al lado de casa. Se cruzó con infinidad que gente que iba y venía sin importarle lo más mínimo la vida del prójimo, presos del estrés y la aceleración de la vida en la ciudad. Ella conservaba su calma, inalterable a la influencia de lo que le rodeaba, entonces y siempre antes inalterable. Nunca había entendido la necesidad de esa prisa que realmente en rara ocasión conduce a terminar antes, si acaso a entorpecer la faena.
Compró berenjena, calabacín, zanahoria, puerro, cebolla, algo de carne y pasta. Casí todas las semanas repetía menús parecidos, y realmente disfrutaba con ellos, pero echaba por tierra todo su esfuerzo por comer bien durante el fin de semana, en el que devoraba con auténtiva gula los caprichos culinarios que las manos de su experta madre creaban. La adoraba, a ella y a su padre, los quería con toda su alma y sentía que no soportaría perderlos nunca. Veía orgullosa en ella en reflejo de lo que ellos eran y le habían enseñado a ser.
Cuando llegó a la caja y comenzó a sacar los artículos de la cesta, se encontró de bruces consigo misma reflejada en el plástico translúcido de una estantería que hacía las veces de espejo para todo el que pasaba por allí. Aquella mañana se veía horrible. Otros días, a veces, se encontraba guapa, incluso atractiva, pero aquella mañana no. Gracias a dios había aprendido a enterrar en cinco minutos aquella desdeñosa sensación de odiar su cuerpo y su cara en lo más profundo de su ser, donde no mirar hasta volver a toparse consigo misma ahuecándose la camiseta o levantando los muslos para no observar su anchura extendidos contra el asiento. Y se suponía que estaba avanzando, pero en realidad su problema no era tanto físico como mental. Necesitaba una subida en su autoestima y no veía cómo se iba a producir. Buscaba milagros, y aunque sabía perfectamente que no existían, esperaba pacientemente día tras día a que se produjesen."