Salí de casa casi corriendo. Ya llegaba tarde al lugar donde había quedado con la amiga a la que ese día, no sé por qué extraña razón, me había propuesto ver. Hacía tiempo que no sabía de ella, y ahora en la ciudad, me carcomía la curiosidad de saber cómo le iba la vida. Sabía que tendría que esperarla; cinco meses no eran demasiados, ni siquiera suficientes como para desembarazarse de esa endemoniada manía de llegar tarde. Sin embargo, ahondaba en mí una sensación, algo parecida a la irresponsabilidad, que me empujaba a apretar mis pasos. Cuando crucé el portal de casa mis manos se estremecieron por el seco frío del exterior. Como siempre, no había cogido los guantes.
Pasé por la puerta del bar de enfrente sin poder evitar mirar en su interior, a pesar de que lo que buscaba era mi reflejo en el cristal. ¿Debí haberme comprado aquel pañuelo naranja?
Sentada en una mugrienta banqueta de la barra, una mujer de unos treinta y muchos años agarraba con fuerza una humeante taza de té, con la seguridad de que el calor del líquido podría ahuyentar, aunque sólo fuese por unos pocos instantes, el dolor que se hacía poco a poco hueco en su interior. Quizás no era la ausencia de él lo que la atormentaba. Probablemente fuera su propia vida la que le hacía sentir tan mal. Tal vez era la simple certeza de ser lo suficientemente cobarde como para quedase ahí, en su frustrante pero cómoda posición, en lugar de iniciar los cambios drásticos que necesitaba.
Mirando fijamente a una pareja de jóvenes que parecía tener intención de irse sin pagar, y llenando con postizo malabarismo un vaso de cristal para la cincuentona que acudía al bar a diario, el camarero pensaba en que le gustaba su trabajo... Era mentira. Era tan falso como que aquella señora tenía cincuenta años.
En realidad rondaba los sesenta, pero no perdía la esperanza de llevarse a la cama algún día al hombre que, siempre con el mismo esmero y la misma fingida sonrisa, le servía cada tarde su ración de anís. Si su marido no hubiese muerto hacía ya cinco años otro gallo le cantaría... El adulterio era algo que siempre le había producido cierto morbo. Podía parecer que aquella mujer había vivido todo lo que tenía que vivir, pero en realidad, su cuerpo todavía le pedía cierto grado de erotismo...
Al fondo, tras el pilón, sobresalía la cabeza de un niño que, desobedeciendo los regaños de su madre, más interesada realmente en la programación del Salsa Rosa que aparecía en la minúscula televisión del bar que en su hijo, se retorcía de impaciencia y aburrimiento en su silla, llegando finalmente a tirar la copa de Martini de la mesa. Mamá ni siquiera volvió la cabeza. ¿Qué haría ahora Beckam con la chica esa con la que engañó a Victoria? Pero bueno, ¿Kiko Matamoros consume coca?... ¿Algún día dejaré de refugiarme en la vida de los demás para mirar lo que tengo alrededor? Aquella mujer poseía todo lo que cualquier persona caval y, eso sí, convencional hasta el límite, podía desear. Pero nunca se había fijado en esos pequeños detalles que, de reparar en ellos, podían hacerla condenadamente feliz. No es que pidiera más, es que no veía que tenía todo aquello que había pedido algún día, cuando todavía tenía tiempo para soñar.
No pude cruzar ninguna mirada con ninguno de los restantes consumidores que se alojaban en aquel momento en el local, así que no sé nada acerca de sus vidas. Cuando una echadora de cartas me dijo una vez que tenía una exclusiva capacidad de juzgar sabiamente a las personas de un solo golpe de vista, quedé entre extrañada y asustada. Quizás me hace más segura, más comprensiva, más dura, más vulnerable... pero puedo asegurar que compartir con los demás su vida y la tuya es todo un regalo.
Por cierto, llegué puntual a la cita y tuve que esperar diez minutos a mi amiga. ¿Habría alguien desvelando mis secretos a través de mis pupilas?...
Cuando ayer escribí la primera línea de esta historia, resurgieron en mí las ansias por contar cosas, por narrar sucesos... Algo que siempre me ha encantado y cuya costumbre no quiero perder. Espero que os haya gustado.